El intercambio celestial de Whomba

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El orden de las cosas. Celebramos que iniciamos la segunda fase.

06 | 11 | 2012
El orden de las cosas. Celebramos que iniciamos la segunda fase.

Para celebrar que hemos iniciado la segunda fase de financiación en Goteo hace pocos días, os presentamos el segundo relato ambientado en el mundo de Whomba. Esta vez el responsable es Carlos Pérez, más conocido como @Usagi2099, responsable del tumblr "Demasiadas Aficiones" (http://usagi2099.tumblr.com/) biólogo, escritor, diseñador de dispositivos biotecnológicos para las guerras discrónicas y más cosas que no podemos revelar aquí.

No queremos dar ninguna pista sobre cual es contenido exacto del relato. Basta decir que por lo que sucede en el relato se desencadenan algunos acontecimientos que llevan a la imagen que acompaña este texto. En ella vemos a una jóven Loona (Maestra de Negociadores) teniendo una pequeña charla con Merher, el dios de la muerte, a cuenta de un acuerdo que la hermana de Merher tiene en el territorio de Gulf.

El relato se puede leer perfectamente sin haber leído la novela. Es más, es una buenísima entrada a la novela.

Disfrutad.

EL ORDEN NATURAL DE LAS COSAS.

A Wester siempre le habían enseñado que existe un orden, una lógica indiscutible que
determina los aspectos fundamentales de la vida. Las estaciones siguen un ciclo concreto, el
agua solo fluye hacia abajo, los padres no deberían enterrar a sus hijos, lo que vive debe morir.
Eran verdades universales, cosas que había aprendido sin cuestionarlas durante la mayor parte
de su vida adulta. Hasta que llegó a Gulf. Maldijo el día en que decidió abandonar su vida de
bardo.

Toda su vida, desde que tenía uso de razón había ansiado recorrer el mundo, conocer
gente, aprender sus historias y vivir sin ataduras. Por eso fue a la academia de Ghinza y
aprendió a tocar y cantar lo suficientemente bien como para conseguir siempre unas
monedas. No muchas, pero si las suficientes para poder pagar una posada, un cuenco de sopa
y, tal vez, algo de compañía para la noche. Una buena vida, incómoda y no exenta de riesgos,
pero buena. Pasaron los años, recorrió medio continente y cumplió su deseo de conocer el
mundo a medida que sus huesos iban envejeciendo y sus pulmones perdiendo la capacidad de
antaño. Aun no era viejo cuando llegó a Gulf, pero desde luego ya no era un joven, y los
quilómetros a sus espaldas empezaron a pesarle. Tal vez si no hubiera llegado en otoño, con el
cambio de hoja y cuando su ánimo se volvía más melancólico las cosas hubieran sido
diferentes. Quien sabe.

El caso es que llegó a la posada, pidió un plato de estofado y cuando miró a los ojos de
la posadera supo que estaba perdido. Se hundió en ese verde profundo, sintió que se ahogaba
en el pliegue que formó la comisura de su boca al sonreír y comprendió que sus días de
vagabundeos habían terminado. Ya no era un joven, había perdido parte de la energía de
antaño, pero a cambio había ganado unos recursos y un don de gentes más que notables. No
le costó mucho lograr lo que quería. Se casaron en primavera, y poco después Silj ya estaba
embarazada. No podía ser más feliz.

El invierno fue duro, pero lo soportaron. Desde que nació, el pequeño Bert no paraba
de reír y eso era suficiente. Hasta el día en que comenzó a gatear y tratar de conocer lo que
había más allá de la acequia. Fue un accidente. Un estúpido accidente. Estaba rodeado de
adultos y todos pensaban que alguno de ellos le estaría vigilando. Era muy tarde cuando lo
sacaron del agua, sin respirar y con la piel de color azul. Los padres no deberían enterrar a sus
hijos, pero todo lo que vive debe morir. Era una aparente contradicción, pero así funcionaba el
mundo. El orden natural de las cosas. Excepto en Gulf. Allí adoraban a la diosa Mahr, señora de
la vida, y habían cerrado un pacto con ella hacía casi cien años. Nada había muerto en Gulf
desde entonces. Tampoco lo hizo Bert, que seguía gateando por la casa con sus labios
amoratados y la piel cianótica. Había pasado un año desde el accidente y su hijo había dejado
de crecer, porque estaba muerto, pero seguía trasteando por la casa, porque Mahr no le
permitía morir.

Wester no lo soportaba más. Su mujer no entendía por qué no se alegraba de que su
pequeño siguiera con ellos. Había tratado de hablarle del orden natural de las cosas, de que
había situaciones que, simplemente, estaban mal. No lo entendió. Discutieron. Se pelearon. Se

dijeron cosas horribles. Ya no tenía un hogar, simplemente una casa donde siempre era
invierno. Había empezado a beber, en grandes cantidades. Cualquier cosa con tal de
mantenerse alejado de aquella casa con ese ruido de gateo que le ponía los pelos de punta.
Sabía que no era el único que pensaba así, que casi todo el pueblo ya estaba cansado, pero
todos parecían resignados a aceptar su destino. Tal vez era porque no era natural de Gulf, o
quizá sus años en el camino le habían forjado el carácter de manera diferente, pero se negaba
resignarse.

Sentado en la posada, en la misma mesa en que se sentó el día en que llegó, sacó su
pluma y una resma de papel y comenzó a escribir una carta a los negociadores. Todo esto
estaba mal. Alguien tenía que restablecer el orden natural de las cosas.

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